La obsolescencia es muy simple: persigue que los electrodomésticos tengan una vida señalada que hará que llegado un momento sean inservibles, por una u otra razón. La obsolescencia programada no es algo nuevo en nuestras vidas. Se trata de una práctica que existe hace dos siglos, y en pleno siglo XXI su avance es imparable gracias al desarrollo de las tecnologías y su alto grado de actualización. Para luchar contra ello la única manera es reparar y reciclar, e intentar que la sustitución sea la última medida.
Estudios realizados al respecto confirman que un usuario tendrá que comprar a lo largo de su vida cuatro frigoríficos, cuatro lavadoras, 23 móviles, dos o tres coches, cuatro hornos, seis televisiones, cuatro lavavajillas… Para afrontarlo es importante elegir con cuidado a la hora comprar, recabando datos sobre la posible duración programada del artículo y su evolución próxima. Esto evitará un perjuicio económico que resulta negativo no solo por el daño monetario que sufre el consumidor, también porque programar la vida útil de los productos afecta gravemente al medio ambiente, un aspecto cada vez más a tener en cuenta dado el maltrato que recibe el planeta.
Hay tres formas de obsolescencia. Una de ellas es la obsolescencia de función, que provoca que nuestros aparatos se queden viejos con celeridad y tengamos que renovarlos para estar al día tecnológicamente. La obsolescencia de calidad es otra de las formas en las que esta caducidad se presenta. Aparece cuando el aparato presenta fallos por su uso y no confiamos ya en él. La tercera se refiere a una tendencia psicológica que siente el comprador al descubrir que existe un artículo más avanzado que el suyo y desea tenerlo.
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